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Por Joan Leyba Mejía 

Cuando las sociedades retroceden, se llevan de plano todo aquello que resulte lógico para la protección y mantenimiento de la convivencia colectiva, y, a veces, sin advertir los yerros, se crean disposiciones que defienden prácticas del pasado, obviando que: “las leyes que no se adecúan a los principios de la razón no conllevan ninguna obligación absoluta de obedecerse”. -Ellen Meiksins Wood-.

La humanidad lo aprendió. Y atravesó los umbrales de una esclavitud física y social descomunal, promovida y aupada por una estructura religiosa rancia de carácter estatal, que se tradujo en barbarie, desconocimiento del derecho a existir del otro y en muerte. Pudimos salir, aunque con cierta dificultad de una visión filosófica dogmatista, que recreaba la divinidad del poder monárquico y prohijaba la subyugación del hombre sin cuestionamiento a las directrices emanadas de ese sistema.

Por eso el hombre, partiendo de una concepción normativa de carácter positivista, alumbró instrumentos regulatorios que estatuyeron las prerrogativas que determinan la condición irrenunciable de la humanidad con que se vive. Así como, la defensa y la protección de la igualdad como parte del conjunto de derechos fundamentales. Advirtiendo quizá, la determinación persistente de los que aprendieron a ser dioses a partir del miedo que infunden a los incautos.

La práctica nos enseña que, cada vez que se vierte en los escenarios públicos la posibilidad de que los órganos del Estado promuevan la regulación del accionar grupal en referencia a la preservación de esos derechos, un grupo se enfrenta a esos cambios porque lesionan sus intereses. El fundamentalismo judeocristiano aboga por el mantenimiento irracional de un conjunto de preceptos tribales que le dan vigencia a una iglesia oxidada. Y, cada vez, más lejos de lo que le dio sentido a su origen.

El espectro sociopolítico dominicano, sufre en los últimos días las secuelas de esa visión anquilosada del sistema religioso  en torno a la perspectiva general, y, resiste el ataque descomunal de obispos y pastores a la creación de pautas que garanticen: la creación, a partir de la educación pública, de una conducta tolerante a la diversidad social, la aceptación del yo como conciencia individual y la plena convicción de que entre los seres humanos, la única diferencia resulta de sus competencias y aptitudes.

Lo propio, es el desconocimiento del artículo 39 de la Carta Magna en la parte in fine del numeral 4, que a lo sumo plantea: “Se promoverán las medidas necesarias para garantizar la erradicación de las desigualdades y la discriminación de género”. Sin embargo, celebran la conculcación de otro derecho consagrado en la Constitución que promueve la libertad de culto con bases en la laicidad del Estado, trazada desde una ley ridícula y desadaptada cuyo único pretexto es eliminar el razonamiento lógico en un estudiantado estadísticamente deficiente.

La fuerza que emplean para que el Estado aborte una ordenanza que busca eliminar la discriminación escolar a partir de la aplicación de la Ley de leyes, y con la que se pretende disminuir a la postre la violencia en todas sus manifestaciones. Con esa misma ferocidad, promueven la puesta en vigencia de una legislación que obliga la lectura de la biblia en las escuelas públicas. Haciendo notorio su desprecio por los sectores marginados, de cuyos diezmos y ofrendas, extraen las fortunas con que pagan la promoción de lo injusto.

La negación a que nuestros hijos aprendan a tolerar la diversidad, que defiendan con ahínco la razón que tiene el otro a ser, que se promueva desde el pupitre el respeto a los demás, y la no discriminación por ninguna condición especial. La aversión a todo lo que pretenda generar un equilibrio social  para la postrimería. La defensa irracional de la superioridad del hombre sobre la mujer, y la necesidad de mantener vivo un clero en decadencia, es la muestra palpable que si el dogma triunfa, muere lentamente la razón.

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