Opinión por Rafael Acevedo

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No hay peor forma de corrupción y traición que la de vivir de espalda a los intereses nacionales. Esa fue la prédica de Duarte.
Cuando hay ausencia de metas nacionales comunes, las conductas individuales se dispersan, la gente improvisa conductas, a menudo disparatado y lesivo al conjunto social. La corrupción y la delincuencia se hacen normales, la desviación y la dispersión son la norma y no hay posibilidad de retomar el control en el mediano plazo

Oficialmente este es el mes de la Patria. Para determinados grupos y empresas, este es el mes del folclore y del carnaval. Un mes oportuno para revisar nuestro sentimiento y sentido de nación, entendida esta como una comunidad de valores y propósitos comunes. No bastan las similitudes ni los intereses semejantes para que haya nación; tampoco los límites territoriales ni la cultura ni la raza, ni la fuerza militar. Lo vital es el sentido de pertenecía y ligazón afectiva. Pero sobre todo, un compromiso emocional sólido y duradero con al menos un gran propósito común. Tampoco la identidad nacional tiene sentido cuando no hay propósitos comunes.


La multitud en el estadio, en las calles y centros comerciales, y todos los consumidores del mundo globalizado tienen intereses semejantes, pero no comunes; todos dispuestos a rivalizar a muerte para no perder sus privilegios individuales. Como los “comesolos” y los oportunistas de la política, cada uno procura “lo suyo”. También los narcos, policías y militares que no se ocupan de sus deberes son depredadores de la sociedad y del Estado.


Desde nuestro origen hemos tenido demasiada ambivalencia, demasiados desertores. Unos los llaman traidores, otros podrían tratarlos de incrédulos, gentes que nunca creyó en la viabilidad del Proyecto Nacional de los trinitarios.


En países atrasados y semi-analfabetos, el impacto sociológico del mercado y del consumismo, como fenómenos estructurales y culturales, produce un debilitamiento de los sentimientos comunitarios y de identidad. Los vínculos e intereses colectivos, y los propósitos comunes se diluyen en la lucha por la supervivencia en un ambiente de inseguridad, a menudo física, y alimentaria.


El consumismo como propósito fundamental de vida de individuos y pueblos anula el sentimiento de afectividad, identidad y pertenencia. La patria pierde sentido y razón de ser, y se convierte en un mercado nacional, que es nacional tan solo porque el Estado asume el papel de reglamentarlo localmente, no porque ello sirva a un propósito colectivo o nacional alguno.
Actores como la policía y los cuerpos de seguridad también andan en pos de supervivencia, en una lucha en la que solamente sectores e individuos privilegiados salen a flote.


No existe, por otra parte, manera de llamar al orden, ni cuerpo represivo o policial que pueda ejecutar el mandato.
Cuando hay ausencia de metas nacionales comunes, las conductas individuales se dispersan, la gente improvisa conductas, a menudo disparatado y lesivo al conjunto social. La corrupción y la delincuencia se hacen normales, la desviación y la dispersión son la norma y no hay posibilidad de retomar el control en el mediano plazo.

Las grandes naciones tienen la tradición, las instituciones y los recursos para sobrevivir al “paganismo consumista”, muchas veces en base a una acumulación originaria violenta en contra de países del tercer mundo.
Pero también esas naciones desarrollaron, tras muchas guerras, hambrunas y cataclismos, Estados sólidos que no juegan a la aventura con sus gentes y sus recursos.


No hay peor forma de corrupción y traición que la de vivir de espalda a los intereses nacionales. Esa fue la prédica de Duarte.

Fuente Hoy Digital